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Pues sí, caballerisimos, la mayoría de ustedes aún no han visto nada mas allá de sus narices y por eso suelen dar opiniones errantes y inmaduras. En mi juventud yo conocí a un navegante francés, supremamente arrojado, intrépido y temerario. Este hombre era capaz de atravesar el Atlántico cuantas veces quiera en su pequeño velero. Al mismo tiempo él era una persona muy extravertida, generosa y parrandera. Nunca olvidaré esas esplendidas rumbas que se formaban en su barquito cuando él llegaba al Parque Tayrona y se quedaba anclado durante varios meses en una maravillosa bahía que se llama "La Piscina Natural". El tipo por su semblante no era muy simpático que digamos, pero las mujeres le caían como arroz en una prospera boda por su carisma y adivinen por qué otra cosa? Resulta y pasa que el hombre no se bañaba durante semanas y a veces olía tanto a grajo(a kilómetros de distancia) , que nosotros, sus amigos, teníamos que llamarle la atención, ya que para nosotros eso era insufrible, había que tapar la nariz con algodón. Entonces, el hombre, muy tranquilo y sonriente nos replicaba que eso era su arma principal para atraer a las mujeres, ya que desde muy temprana edad se dio cuenta de que su aroma corporal natural las volvía locas casi a todas, sin tener que esforzarse mucho por conquistarlas. Хотите верте, хотите нет, но я вам рассказываю сущую правду, а вы мне про какой-то там непонятный суррогатный парфюм толкуете.
Los que trabajamos de cara al público sabemos de la importancia de ser amables y parecer educados; seguimos insistiendo en dar los buenos días, en pedir las cosas por favor y en decir gracias. Pero para nuestra sorpresa, cada vez es más frecuente que los propios compañeros de oficio, ocupados en otros menesteres, se muestren contaminados por la rudeza, relajando su disciplina cortés y dejando a las claras su mala educación, la cual choca de frente con la actitud gentil, con la encomiable tenacidad que caracteriza al profesional del protocolo y las relaciones públicas, a la hora de desasnar al españolito que precisa de un cursillo acelerado de educación cívica. Es lo que tiene el poder, que convierte a algunos "don nadie" -de naturaleza sibilina- en tordos, en ejemplos de maldicientes que se preocupan que no medren los de su oficio, mostrándose ante la posible valía de sus iguales inseguros, por lo que abusan de la sonrisa melindre para enmarcar las falacias que tejen en torno a sus víctimas.
En no sé qué momento de nuestra reciente historia se llegó a la tácita conclusión de que ser educado era una rémora, una práctica vetusta e incluso un poco de "derechas"
En no sé qué momento de nuestra reciente historia se llegó a la tácita conclusión de que ser educado era una rémora, una práctica vetusta e incluso un poco de "derechas". Hoy, todos esos usos corteses, esas convenciones amables que las sociedades fueron construyendo a lo largo de los siglos, para facilitar la convivencia, parecen haber desaparecido de España, barridas por el huracán del desarrollo económico y de una supuesta modernización de las costumbres, tanto que no resulta sorprendente que nos hayamos convertido en los últimos años en un pueblo áspero y zafio, porque, en mi infancia, a los niños se nos enseñaba todavía a saludar, a dar las gracias, a ceder el asiento en el autobús a las embarazadas, a respetar a los demás, a sostener la puerta para dejar pasar a un incapacitado, por ejemplo. Hoy, es bastante raro que un muchacho levante sus posaderas del asiento para ofrecerle el sitio a la ancianita más achacosa y temblorosa que imaginarse pueda, pero si que es común ver a una madre cargada hasta las cejas de paquetes, caminando por una acera estrecha, y flanqueada por el gamberro de su hijo adolescente, un grandullón de pantalones caídos y gorra con la visera hacia atrás, que va tocándose las narices con las manos vacías.
En no sé qué momento de nuestra reciente historia se llegó a la tácita conclusión de que ser educado era una rémora, una práctica vetusta e incluso un poco de "derechas"
En no sé qué momento de nuestra reciente historia se llegó a la tácita conclusión de que ser educado era una rémora, una práctica vetusta e incluso un poco de "derechas". Hoy, todos esos usos corteses, esas convenciones amables que las sociedades fueron construyendo a lo largo de los siglos, para facilitar la convivencia, parecen haber desaparecido de España, barridas por el huracán del desarrollo económico y de una supuesta modernización de las costumbres, tanto que no resulta sorprendente que nos hayamos convertido en los últimos años en un pueblo áspero y zafio, porque, en mi infancia, a los niños se nos enseñaba todavía a saludar, a dar las gracias, a ceder el asiento en el autobús a las embarazadas, a respetar a los demás, a sostener la puerta para dejar pasar a un incapacitado, por ejemplo. Hoy, es bastante raro que un muchacho levante sus posaderas del asiento para ofrecerle el sitio a la ancianita más achacosa y temblorosa que imaginarse pueda, pero si que es común ver a una madre cargada hasta las cejas de paquetes, caminando por una acera estrecha, y flanqueada por el gamberro de su hijo adolescente, un grandullón de pantalones caídos y gorra con la visera hacia atrás, que va tocándose las narices con las manos vacías.
“El topo que quería saber quién se había hecho aquello en su cabeza”.
Werner Holzwarth / Wolf Erlbruch
Todo empezó cuando, un día, el topo asomó la cabeza por su agujero para ver si ya había salido el sol:
(Aquello era gordo y marrón; se parecía un poco a una salchicha… y lo peor de todo: le fue a caer justo en la cabeza).
“¡Qué ordinariez!” Chilló el topo. “¿Se puede saber quién se ha hecho esto en mi cabeza?”
(Pero era tan corto de vista que no pudo descubrir a nadie).
“¿Has sido tú la que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la paloma, que volaba por allí en aquel momento.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la paloma.
(Y, plas, un goterón húmedo y blancuzco se estrelló en el suelo, justo al lado del topo, y le salpicó la pata derecha).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó al caballo que pacía en el prado.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó el caballo.
(Y, pof, pof, cinco boñigas grandes y redondas cayeron pesadamente case rozando al topo, que se quedó muy impresionado).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la liebre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la liebre:
(Y, ra ta ta ta ta, quince balines redondos silbaron en los oídos del topo, que tuvo que dar un salto arriesgado para que no le alcanzaran).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cabra, que acababa de despertarse de un sueño agradable..
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cabra:
(Y, tac toc, tac, un montón de pelotillas de color bombón rodaron por la hierba. Al topo casi le gustaron).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la vaca, que estaba rumiando como siempre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la vaca:
(Y, chaf, un pastelón marrón-verdoso se chafó en la hierba, muy cerca del topo. El topo se alegró muchísimo de que no hubiera sido la
vaca quien se hubiera hecho aquello en su cabeza).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cerda.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cerda:
(Y, flop, una masa pequeña, oscura y blandita cayó en la hierba. El topo se tapó la nariz).
“¿Habéis sido vosotros lo que os habéis hecho esto en mi ca…?”, fue a preguntar de nuevo. Pero, cuando se acercó, vio que se trataba de dos moscas negras y gordas. Estaban comiendo. “¡Por fin alguien que me podrá ayudar!”, pensó el topo. “¿Sabéis quién se
ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó muy deprisa.
“Espera un poco”, zumbaron las moscas. Y al cabo de un rato contestaron: “Está claro. Ha sido un perro”.
Por fin sabía el topo quién se había hecho aquello en su cabeza:
¡Hermenegildo, el perro del carnicero!
Veloz como un rayo se encaramó en la caseta de Hermenegildo…
(Y, plin, una habichuela diminuta y negra aterrizó justo en la cabeza del perro).
Y feliz y contento, el topo volvió a desaparecer dentro de su agujero.
Werner Holzwarth / Wolf Erlbruch
Todo empezó cuando, un día, el topo asomó la cabeza por su agujero para ver si ya había salido el sol:
(Aquello era gordo y marrón; se parecía un poco a una salchicha… y lo peor de todo: le fue a caer justo en la cabeza).
“¡Qué ordinariez!” Chilló el topo. “¿Se puede saber quién se ha hecho esto en mi cabeza?”
(Pero era tan corto de vista que no pudo descubrir a nadie).
“¿Has sido tú la que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la paloma, que volaba por allí en aquel momento.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la paloma.
(Y, plas, un goterón húmedo y blancuzco se estrelló en el suelo, justo al lado del topo, y le salpicó la pata derecha).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó al caballo que pacía en el prado.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó el caballo.
(Y, pof, pof, cinco boñigas grandes y redondas cayeron pesadamente case rozando al topo, que se quedó muy impresionado).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la liebre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la liebre:
(Y, ra ta ta ta ta, quince balines redondos silbaron en los oídos del topo, que tuvo que dar un salto arriesgado para que no le alcanzaran).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cabra, que acababa de despertarse de un sueño agradable..
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cabra:
(Y, tac toc, tac, un montón de pelotillas de color bombón rodaron por la hierba. Al topo casi le gustaron).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la vaca, que estaba rumiando como siempre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la vaca:
(Y, chaf, un pastelón marrón-verdoso se chafó en la hierba, muy cerca del topo. El topo se alegró muchísimo de que no hubiera sido la
vaca quien se hubiera hecho aquello en su cabeza).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cerda.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cerda:
(Y, flop, una masa pequeña, oscura y blandita cayó en la hierba. El topo se tapó la nariz).
“¿Habéis sido vosotros lo que os habéis hecho esto en mi ca…?”, fue a preguntar de nuevo. Pero, cuando se acercó, vio que se trataba de dos moscas negras y gordas. Estaban comiendo. “¡Por fin alguien que me podrá ayudar!”, pensó el topo. “¿Sabéis quién se
ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó muy deprisa.
“Espera un poco”, zumbaron las moscas. Y al cabo de un rato contestaron: “Está claro. Ha sido un perro”.
Por fin sabía el topo quién se había hecho aquello en su cabeza:
¡Hermenegildo, el perro del carnicero!
Veloz como un rayo se encaramó en la caseta de Hermenegildo…
(Y, plin, una habichuela diminuta y negra aterrizó justo en la cabeza del perro).
Y feliz y contento, el topo volvió a desaparecer dentro de su agujero.
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