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“El topo que quería saber quién se había hecho aquello en su cabeza”.
Werner Holzwarth / Wolf Erlbruch
Todo empezó cuando, un día, el topo asomó la cabeza por su agujero para ver si ya había salido el sol:
(Aquello era gordo y marrón; se parecía un poco a una salchicha… y lo peor de todo: le fue a caer justo en la cabeza).
“¡Qué ordinariez!” Chilló el topo. “¿Se puede saber quién se ha hecho esto en mi cabeza?”
(Pero era tan corto de vista que no pudo descubrir a nadie).
“¿Has sido tú la que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la paloma, que volaba por allí en aquel momento.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la paloma.
(Y, plas, un goterón húmedo y blancuzco se estrelló en el suelo, justo al lado del topo, y le salpicó la pata derecha).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó al caballo que pacía en el prado.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó el caballo.
(Y, pof, pof, cinco boñigas grandes y redondas cayeron pesadamente case rozando al topo, que se quedó muy impresionado).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la liebre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la liebre:
(Y, ra ta ta ta ta, quince balines redondos silbaron en los oídos del topo, que tuvo que dar un salto arriesgado para que no le alcanzaran).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cabra, que acababa de despertarse de un sueño agradable..
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cabra:
(Y, tac toc, tac, un montón de pelotillas de color bombón rodaron por la hierba. Al topo casi le gustaron).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la vaca, que estaba rumiando como siempre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la vaca:
(Y, chaf, un pastelón marrón-verdoso se chafó en la hierba, muy cerca del topo. El topo se alegró muchísimo de que no hubiera sido la
vaca quien se hubiera hecho aquello en su cabeza).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cerda.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cerda:
(Y, flop, una masa pequeña, oscura y blandita cayó en la hierba. El topo se tapó la nariz).
“¿Habéis sido vosotros lo que os habéis hecho esto en mi ca…?”, fue a preguntar de nuevo. Pero, cuando se acercó, vio que se trataba de dos moscas negras y gordas. Estaban comiendo. “¡Por fin alguien que me podrá ayudar!”, pensó el topo. “¿Sabéis quién se
ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó muy deprisa.
“Espera un poco”, zumbaron las moscas. Y al cabo de un rato contestaron: “Está claro. Ha sido un perro”.
Por fin sabía el topo quién se había hecho aquello en su cabeza:
¡Hermenegildo, el perro del carnicero!
Veloz como un rayo se encaramó en la caseta de Hermenegildo…
(Y, plin, una habichuela diminuta y negra aterrizó justo en la cabeza del perro).
Y feliz y contento, el topo volvió a desaparecer dentro de su agujero.
Werner Holzwarth / Wolf Erlbruch
Todo empezó cuando, un día, el topo asomó la cabeza por su agujero para ver si ya había salido el sol:
(Aquello era gordo y marrón; se parecía un poco a una salchicha… y lo peor de todo: le fue a caer justo en la cabeza).
“¡Qué ordinariez!” Chilló el topo. “¿Se puede saber quién se ha hecho esto en mi cabeza?”
(Pero era tan corto de vista que no pudo descubrir a nadie).
“¿Has sido tú la que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la paloma, que volaba por allí en aquel momento.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la paloma.
(Y, plas, un goterón húmedo y blancuzco se estrelló en el suelo, justo al lado del topo, y le salpicó la pata derecha).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó al caballo que pacía en el prado.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó el caballo.
(Y, pof, pof, cinco boñigas grandes y redondas cayeron pesadamente case rozando al topo, que se quedó muy impresionado).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la liebre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la liebre:
(Y, ra ta ta ta ta, quince balines redondos silbaron en los oídos del topo, que tuvo que dar un salto arriesgado para que no le alcanzaran).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cabra, que acababa de despertarse de un sueño agradable..
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cabra:
(Y, tac toc, tac, un montón de pelotillas de color bombón rodaron por la hierba. Al topo casi le gustaron).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la vaca, que estaba rumiando como siempre.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la vaca:
(Y, chaf, un pastelón marrón-verdoso se chafó en la hierba, muy cerca del topo. El topo se alegró muchísimo de que no hubiera sido la
vaca quien se hubiera hecho aquello en su cabeza).
“¿Has sido tú el que se ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó a la cerda.
“¿Yo? Ni hablar… ¡Yo eso lo hago así!”, contestó la cerda:
(Y, flop, una masa pequeña, oscura y blandita cayó en la hierba. El topo se tapó la nariz).
“¿Habéis sido vosotros lo que os habéis hecho esto en mi ca…?”, fue a preguntar de nuevo. Pero, cuando se acercó, vio que se trataba de dos moscas negras y gordas. Estaban comiendo. “¡Por fin alguien que me podrá ayudar!”, pensó el topo. “¿Sabéis quién se
ha hecho esto en mi cabeza?”, preguntó muy deprisa.
“Espera un poco”, zumbaron las moscas. Y al cabo de un rato contestaron: “Está claro. Ha sido un perro”.
Por fin sabía el topo quién se había hecho aquello en su cabeza:
¡Hermenegildo, el perro del carnicero!
Veloz como un rayo se encaramó en la caseta de Hermenegildo…
(Y, plin, una habichuela diminuta y negra aterrizó justo en la cabeza del perro).
Y feliz y contento, el topo volvió a desaparecer dentro de su agujero.
Una buena explicación
AHORA SI QUE NO TENGO DUDAS
Los Reyes Magos son verdad
Apenas su padre se había sentado al llegar a casa, dispuesto a escucharle como todos los días lo que su hija le contaba de sus actividades en el colegio, cuando ésta en voz algo baja, como con miedo, le dijo:
- ¿Papa?
- Sí, hija, cuéntame
- Oye, quiero... que me digas la verdad
- Claro, hija. Siempre te la digo -respondió el padre un poco sorprendido.
- Es que... -titubeó Blanca.
- Dime, hija, dime.
- Papá, ¿existen los Reyes Magos?
El padre de Blanca se quedó mudo, miró a su mujer, intentando descubrir el origen de aquella pregunta, pero sólo pudo ver un rostro tan sorprendido como el suyo que le miraba igualmente.
- Las niñas dicen que son los padres. ¿Es verdad?
La nueva pregunta de Blanca le obligó a volver la mirada hacia la niña y tragando saliva le dijo:
- ¿Y tú qué crees, hija?
- Yo no se, papá: que sí y que no. Por un lado me parece que sí que existen porque tú no me engañas; pero, como las niñas dicen eso.
- Mira, hija, efectivamente son los padres los que ponen los regalos pero...
-¿Entonces es verdad? -intrrumpió la niña con los ojos humedecidos-. ¡Me habéis engañado!
- No, mira, nunca te hemos engañado porque los Reyes Magos sí que
existen -respondió el padre cogiendo con sus dos manos la cara de Blanca.
- Entonces no lo entiendo, papá.
- Siéntate, Blanquita, y escucha esta historia que te voy a contar porque ya ha llegado la hora de que puedas comprenderla -dijo el padre, mientras señalaba con la mano el asiento a su lado.
Blanca se sentó entre sus padres ansiosa de escuchar cualquier cosa que le sacase de su duda, y su padre se dispuso a narrar lo que para él debió de ser la verdadera historia de los Reyes Magos:
- Cuando el Niño Jesús nació, tres Reyes que venían de Oriente guiados por una gran estrella se acercaron al Portal para adorarle. Le llevaron regalos en prueba de amor y respeto, y el Niño se puso tan contento y parecía tan feliz que el más anciano de los Reyes, Melchor, dijo:
- ¡Es maravilloso ver tan feliz a un niño! Deberíamos llevar regalos a todos los niños del mundo y ver lo felices que serían.
- ¡Oh, sí! -exclamó Gaspar-. Es una buena idea, pero es muy difícil de hacer. No seremos capaces de poder llevar regalos a tantos millones de niños como hay en el mundo.
Baltasar, el tercero de los Reyes, que estaba escuchando a sus dos compañeros con cara de alegría, comentó:
- Es verdad que sería fantástico, pero Gaspar tiene razón y, aunque somos magos, ya somos ancianos y nos resultaría muy difícil poder recorrer el mundo entero entregando regalos a todos los niños. Pero sería tan bonito.
Los tres Reyes se pusieron muy tristes al pensar que no podrían realizar su deseo. Y el Niño Jesús, que desde su pobre cunita parecía escucharles muy atento, sonrió y la voz de Dios se escuchó en el Portal:
AHORA SI QUE NO TENGO DUDAS
Los Reyes Magos son verdad
Apenas su padre se había sentado al llegar a casa, dispuesto a escucharle como todos los días lo que su hija le contaba de sus actividades en el colegio, cuando ésta en voz algo baja, como con miedo, le dijo:
- ¿Papa?
- Sí, hija, cuéntame
- Oye, quiero... que me digas la verdad
- Claro, hija. Siempre te la digo -respondió el padre un poco sorprendido.
- Es que... -titubeó Blanca.
- Dime, hija, dime.
- Papá, ¿existen los Reyes Magos?
El padre de Blanca se quedó mudo, miró a su mujer, intentando descubrir el origen de aquella pregunta, pero sólo pudo ver un rostro tan sorprendido como el suyo que le miraba igualmente.
- Las niñas dicen que son los padres. ¿Es verdad?
La nueva pregunta de Blanca le obligó a volver la mirada hacia la niña y tragando saliva le dijo:
- ¿Y tú qué crees, hija?
- Yo no se, papá: que sí y que no. Por un lado me parece que sí que existen porque tú no me engañas; pero, como las niñas dicen eso.
- Mira, hija, efectivamente son los padres los que ponen los regalos pero...
-¿Entonces es verdad? -intrrumpió la niña con los ojos humedecidos-. ¡Me habéis engañado!
- No, mira, nunca te hemos engañado porque los Reyes Magos sí que
existen -respondió el padre cogiendo con sus dos manos la cara de Blanca.
- Entonces no lo entiendo, papá.
- Siéntate, Blanquita, y escucha esta historia que te voy a contar porque ya ha llegado la hora de que puedas comprenderla -dijo el padre, mientras señalaba con la mano el asiento a su lado.
Blanca se sentó entre sus padres ansiosa de escuchar cualquier cosa que le sacase de su duda, y su padre se dispuso a narrar lo que para él debió de ser la verdadera historia de los Reyes Magos:
- Cuando el Niño Jesús nació, tres Reyes que venían de Oriente guiados por una gran estrella se acercaron al Portal para adorarle. Le llevaron regalos en prueba de amor y respeto, y el Niño se puso tan contento y parecía tan feliz que el más anciano de los Reyes, Melchor, dijo:
- ¡Es maravilloso ver tan feliz a un niño! Deberíamos llevar regalos a todos los niños del mundo y ver lo felices que serían.
- ¡Oh, sí! -exclamó Gaspar-. Es una buena idea, pero es muy difícil de hacer. No seremos capaces de poder llevar regalos a tantos millones de niños como hay en el mundo.
Baltasar, el tercero de los Reyes, que estaba escuchando a sus dos compañeros con cara de alegría, comentó:
- Es verdad que sería fantástico, pero Gaspar tiene razón y, aunque somos magos, ya somos ancianos y nos resultaría muy difícil poder recorrer el mundo entero entregando regalos a todos los niños. Pero sería tan bonito.
Los tres Reyes se pusieron muy tristes al pensar que no podrían realizar su deseo. Y el Niño Jesús, que desde su pobre cunita parecía escucharles muy atento, sonrió y la voz de Dios se escuchó en el Portal:
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